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Archive for the ‘Poder Judicial’ Category

Nerón Garzón

El viento sopla a favor. La caza del vasco ha dado comienzo. Empezarán por los malos-malos, para después ir a por los sólo malos, a ver si escarmientasn estos últimos con el dolor ajeno. Los insaciables gritarán ¡a por ellos, que no quede nadie!. Toda la cúpula de Batasuna debe ser detenida, según Garzón. El super-juez ha puesto la oreja, y todo está a favor de mucho palo y poca zanahoria. Empezaron con Joseba Alvarez y Oihana Agirre. Ahora toca a Permach, Petrikorena, Etxebarria, Fullaondo…. Todos a la cárcel. Esto es España, la que amenza a los vascos con dejarlos fuera de Europa por repelentes secesionistas. ¿De qué se les acusa? De ilegales. Pues que detengan a Zapatero por haberse reunido con ellos.

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Justicia vengativa

A raíz de la decisión de retrotraer hasta el segundo grado la situación penitenciaria del etarra De Juana, decía ayer Joseba Azkarraga, Consejero Vasco de Justicia, que «una Justicia vengativa en función de situaciones concretas en momentos determinados no es una buena Justicia«

Lo rotundo de la afirmación habrá llevado a más de uno a torcer el gesto, juzgándola exagerada e inoportuna. Pero algo hay en las decisiones post-comunicado del Gobierno del Estado, que bien merecen el juicio que expresaba Azkarraga. En este sentido, la pirueta argumental que hoy ofrece a sus lectores el diario progubernamental no deja lugar a dudas.

Así, es el propio editorialista de El País el que, consciente de que la decisión roza con lo que debiera ser la aplicación estricta del actual ordenamiento jurídico, realiza un ejercicio de laxitud exegética de la ley, para justificar la decisión del re-encarcelamiento de De Juana y, desdiciéndose de anteriores argumentaciones acerca de supuestas independencias, empieza por reivindicar la servidumbre de la política penitenciaria para con la política en general: “la política penitenciaria no sólo no es ajena a la política en general, y a la política antiterrorista en particular, sino que es parte de ella”

“Si la decisión de trasladar a De Juana al hospital para persuadirle de poner fin a la huelga de hambre y con ello intentar que remitiera el peligro de atentados, alguna relación tenía con las especiales circunstancias políticas del momento, también ahora resulta lógico que el recluso cumpla la pena entre rejas y no en su casa si han cambiado tales circunstancias, una vez ya oficializada la ruptura del alto el fuego”, concluye El País.

Consagrado, pues, un sistema de justicia “a la carta”, ¿dónde queda el tan cacareado “imperio de la ley”?, ¿y dónde el aplaudido “estado de derecho”?

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Falta de pruebas

No pretendo entrar con estas líneas en la valoración que me merece la no imputación a Otegi de los cargos de enaltecimiento del terrorismo de los que hasta hace pocas horas estaba acusado. Otros habrá que lo hagan y a sus comentarios me remito. Pero al escuchar hoy que «el Gobierno respalda a la Fiscalía que, a su vez, argumenta la retirada de la acusación por falta de pruebas» no me resisto a hacer las siguientes consideraciones.

¿Falta de pruebas?, no puede ser. Echando la vista atrás, conviene recordar que el procedimiento ahora archivado trae causa de los hechos acaecidos en el funeral de Olalla Castresana, más concretamente de las palabras que en aquél momento pronunción Arnaldo Otegi, de las que existen suficientes testimonios gráficos y sonoros.

Desde el momento que lo evidente no necesita de ser probado, difícilmente puede argumentarse la falta de pruebas como causa del sobreseimiento y menos en este caso. Otra cosa es que, a juicio de la fiscalía, aquellos hechos –suficientemente probados- no sean presuntamente constitutivos de delito, eso sí.

La imposibilidad de procesar a quien no ha cometido un delito nunca puede justificarse por la falta de pruebas, sino, precisamente, por la falta de delito.

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Fígaro (continúa):
Permítaseme por tanto formular unas respetuosas consideraciones críticas con la labor del Juez Instructor, y a los corifeos que le jalean «a dar una lección ejemplar», sabiendo de antemano que no voy a ser nada original: El Tribunal Supremo, el Fiscal de la causa, e incluso un componente del propio Tribunal Superior del País Vasco, coinciden con mi opinión.

Estas son las principales causas de la perplejidad en la que muchos nos hallamos sumidos.

1º) El Derecho Penal es un Derecho de aplicación residual que en virtud del llamado «Principio de Mínima Intervención» solo entra en juego cuando no es posible tratar el caso por medio de otra rama del Derecho, digamos, menos traumática. Ese principio de mínima intervención hacía que tradicionalmente en la práctica judicial, los asuntos que podían estar relacionados con el Derecho Laboral, o Civil o Matrimonial, fuesen derivados desde el Juzgado de Guardia, hacia los Juzgados especializados correspondientes, y ello aunque tuviesen evidentes aspectos penales, sin molestarse en valorar el fondo del asunto, simplemente mediante el uso del expeditivo método de la «inadmisión de la denuncia», por la que el Juez tras un menos que somero estudio de los hechos y sin entrar en profundidades ni razonar su decisión, espetaba simplemente que los hechos relatados no eran prima facie merecedores de sanción penal, por lo que ordenaba archivar la causa sin perjuicio de que el denunciante pudiese intentar hacer valer sus derechos ante la Jurisdicción correspondiente.

Así por ejemplo, los abusos sexuales dentro del matrimonio quedaban en meros motivos de separación ante los Juzgados de Familia, los delitos contra la seguridad en el trabajo (a veces por ausencia absoluta y temeraria de las más elementales medidas de seguridad) se convertían en denuncias ante la Inspección de Trabajo merecedoras en el mejor de los casos de una sanción administrativa, los alzamientos de bienes y quiebras fraudulentas en simples deudas pecuniarias que el infortunado acreedor pretendía cobrar sin éxito en los Juzgados de lo Civil, etc.

Por tanto es razonable que la ciudadanía manifieste una primera sorpresa ante la buena disposición a «entrar al trapo» de nuestro Tribunal Superior ante la querella interpuesta, que rompe la práctica habitual con el que la Jurisdicción Penal ha venido aplicando tradicionalmente ese «Principio de Mínima Intervención».

2º) La querella contra el Lehendakari se ha interpuesto en concepto de «cooperador necesario» figura que permite que cierto tipo de cómplices muy cualificados se conviertan en «co-autores» del delito, con la consiguiente agravación de la pena: un simple «cómplice» se convierte en «cooperador necesario» cuando el delito no habría sido posible sin su concurso.

Por tanto la querella viene a mantener algo así como que los batasunos no hubieran podido desobedecer la orden del Tribunal Supremo de disolver su organización política y cesar en su actividad de Partido Político – ni por tanto delinquir – si no llega a ser porque el Lehendakari Ibarretxe les convocó a una reunión, no a título individual (los batasunos mantienen sus derechos políticos individuales), sino precisamente como Partido Político, y ello a pesar de conocer que tal partido estaba disuelto por orden judicial en aplicación de la llamada Ley de Partidos.

No sé que me asombra más, si la perversidad atribuida al Lehendakari, o la ingenuidad atribuida a los batasunos, que han necesitado el concurso del Lehendakari, sin el cual no hubieran sido capaces por ellos mismos de delinquir.

3º) Los particulares «tempos judiciales» tan largos y tan distintos de los «tempos políticos» tienen como consecuencia que la sola admisión a trámite de una querella contra un político o un cargo público, pueda producir potencialmente efectos políticos negativos e irreversibles, aun cuando finalmente la querella decaiga y ni siquiera el proceso llegue a la apertura del Juicio Oral, pues aún así habrán transcurrido muchos meses desde la iniciación del procedimiento.

Lo anterior se traduce en que una supuesta querella interpuesta de mala fe y por razones exclusivamente partidistas contra un político en activo, mantiene al personaje público bajo sospecha, busca inestabilizarle y rebajar el tono de sus actuaciones, de alguna manera pretende al menos temporalmente neutralizarle, y en definitiva, puede originar una victoria política injusta de sus adversarios, por el solo hecho de que esa querella sea admitida a trámite.

Por tanto los Jueces han de ser más exquisitos aún si cabe en el examen previo de las denuncias contra políticos interpuestas por actos típicos del ejercicio de su cargo antes de decidir la apertura de causa penal, precisamente para evitar que las contiendas políticas se puedan acabar decidiendo en los Tribunales, en vez de hacerlo en las urnas.

En realidad, y visto el recentísimo precedente de la resolución del Tribunal Supremo en un caso muy similar, (Por cierto, de sorprendente contundencia) el resultado final de esta historia está «cantado»: El Tribunal Superior del País Vasco podrá resolver más o menos lo que quiera, que finalmente el Tribunal Supremo absolverá al Lehendakari.

Y precisamente eso es lo más irritante de la situación: La sospecha extendida de que el fin último no es tanto hacer Justicia o perseguir el delito, sino hostigar y humillar al Lehendakari, y «vengar» a la Judicatura local de las críticas, a veces quizá injustas, a veces quizá groseras y destempladas, que ha recibido en los últimos tiempos desde los poderes públicos. (¿Una patada al Consejero Azkárraga en el culo del Lehendakari?)

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Escribe Fígaro:

De las pocas cosas en las que todos o casi todos estamos de acuerdo, es que la normalización de la convivencia en Euskadi necesita dos requisitos ineludibles: la desaparición de ETA y la creación de una cultura de diálogo que rebaje la crispación entre las distintas sensibilidades.

En este sentido la admisión y tramitación judicial de la querella interpuesta contra el Lehendakari Ibarretxe por los contactos mantenidos con representantes de la ilegalizada Batasuna, es percibida por los ciudadanos, incluso por la mayoría de los no nacionalistas, como un torpedo a la línea de flotación del llamado «Proceso de Paz».

El amarillismo bienpensante que pretende monopolizar y abanderar a la «ciudadanía de bien», se ha apresurado a descalificar la indignada reacción popular apoyándose en dos falacias:

1ª) La primera es la que sostiene que «lo que pasa es que los políticos no admiten el control judicial» o que «lo que pasa es que los políticos no se consideran ciudadanos como los demás». La impostura se despacha displicentemente contra la multitud que se manifestó en su momento contra la Politización de la Justicia, con la manida excusa de que eran «estómagos agradecidos«. (¿Todos?)

Este argumento es insostenible, porque nadie criticaría que se emplumase al Lehendakari o a cualquier otro cargo público por «meter la mano en el cajón» al estilo marbellí, por ejemplo. Pero el hecho de hablar, reunirse, comprobar posturas y actitudes, recabar información del adversario político, se percibe por la ciudadanía como una tarea consustancial a la acción política diaria de un Gobernante responsable, y no se comprende por tanto su criminalización.

Añádase el elemento volitivo o intencional, de que las conversaciones estaban destinadas a explorar vías para poner fin a la violencia de ETA (¡Y a la existencia de ETA misma!), el elemento comparativo de que el Gobierno central también se había reunido con los mismos interlocutores, sin que el Tribunal Supremo apreciara delito en ello, la comparación aún más sorprendente con todas las reuniones que todos los Gobiernos de los últimos treinta años han tenido con la mismísima ETA, en algunos casos con luz y taquígrafos como en Argel, y otras en forma de tomas de temperatura más discretas, y ya el estupor de los ciudadanos alcanza el grado de escándalo mayúsculo.

2ª) La segunda falacia, tan meliflua como la anterior, es la que pretende que «las actuaciones judiciales no son criticables en público, sino tan solo recurribles por los cauces que legalmente correspondan». Se olvida que el derecho a la crítica es consecuencia del derecho constitucional a la libertad de expresión, y por tanto muy anterior y, en todo caso, independiente de la existencia o no de la llamada «segunda instancia«, esto es, de la posibilidad o no de interponer un recurso ante una segunda instancia judicial que examine lo dictaminado por la primera.

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